La imagen era inequívoca: una multitud ocupaba tres cuadras a lo largo de la avenida Boedo, con la mirada puesta en el escenario ubicado sobre la calle Humberto 1º. Esa zona emblemática del barrio, tantas veces transitada por realidades y leyendas vinculadas con el tango, comenzó bien temprano a teñirse de colores diferentes. No era sólo el color de las murgas que se sucedieron a través de la tardecita-noche. Era la gente, de todas las edades y condiciones sociales, la que le añadía esa tonalidad que sólo las grandes fiestas son capaces de absorber.
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