El apellido de un escritor puede evocar una beatitud inaccesible o ser sinónimo de una autoridad reverencial hasta la náusea. La obra, en cambio, flirtea con un porvenir cuyo engranaje se va articulando al andar de las sucesivas lecturas. A 25 años de su muerte, Borges a secas –como si en el camino se hubiera despojado del acaso barroco o folletinesco Jorge Luis– cifra un puñado de coordenadas móviles y moldea una autonomía literaria abierta a las múltiples miradas de los lectores.
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