Paseaban el padre y el hijo por las calles floridas de La Habana, cuando se cruzaron con un señor flaquito, calvo, que caminaba como si estuviera llegando tarde.
Y el padre advirtió al hijo:
—Ojo con ése. Es blanco por fuera, pero por dentro es negro.
El hijo, Fernando Ortiz, tenía catorce años.
Tiempo después, Fernando iba a ser el hombre que supo rescatar, contra siglos de negación racista, las ocultas raíces negras de la cubanía.
Y aquel peligroso señor, el flaquito, el calvo, el que caminaba como si estuviera llegando tarde, se llamaba José Martí. Era hijo de españoles el más cubano de los cubanos, el que denunció:
—Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España.
Y repudió la falsa erudición llamada Civilización, y exigió:
—Basta de togas y de charreteras.
y comprobó:
—Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.
Poco después de aquel cruce en La Habana, Martí se echó al monte. Y estaba peleando por Cuba cuando, en plena batalla, una bala española lo volteó del caballo.
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