Relajado, con movimientos suaves y la remera negra de siempre, Roger Waters baja su charme de superestrella de rock de la habitación de un hotel y se sube a una van que viajará escoltada por un enjambre de policías motorizados. Es de noche y esta ciudad está a punto de ser asaltada por la magnificencia (en imagen & sonido) de The Wall, pero Roger pide una copa de “vino blanco barato”, se relame tras un sorbo y cierra los ojos por un instante: su cabeza evoca su hogar natal, campestre y bucólico, perdido en algún lugar de Inglaterra. Hacia allí va el zoom, mostrando ventanas y paredes, revestimientos y detalles en madera, mientras va en busca de fotos y recuerdos familiares, hasta que se detiene en un telegrama enmarcado: ahí se daba aviso que su padre había muerto en combate, en la Segunda Guerra Mundial. Waters se olvida de su recital y le pide al chofer que se desvíe del camino: “Nos vamos a casa”. Leer nota
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