En una habitación mal iluminada, un joven intenta traducir un poema. Lo encontró, lo leyó como si hubiera sido escrito en el idioma que hablaba habitualmente, y celebró, poco después, como sólo en la infancia, la felicidad del autoengaño. Ahora lo lee de verdad en un idioma que entiende a medias, y pretende con un parco diccionario a mano, traducirlo. El abismo se ahonda. ¡Qué lejos de una palabra satisfactoria queda esa que escribe dolorosamente! Con el esmero de quien pretende que el dibujo confiera al sonido y al sentido una gracia de la que la palabra carece, dibuja cada letra, cada palabra. La práctica de un deporte del que uno ignora las reglas es despiadada. Para presentir un método, el joven ha colocado un libro cerca. Leer nota
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