En Úbeda "armó la de Dios", y en Granada "la de Mahoma"; se largó para Edimburgo y revolucionó hasta a los fantasmas de los castillos medievales; después, en Londres, se lió a tomar copas –alucinando con Machado, con Buñuel y con un tal Dylan–, y se dedicó a cantar "lindos boleros" y, lo que, por aquel entonces, se llamaban "canciones comprometidas" –los boleritos para poder comer y para ligar con las "unas"; y las canciones comprometidas por aquello de la libertad y porque Joaquín, en el fondo y en la forma, es un ser profundamente solidario; ¡ah! y de paso, para ligar con las otras–-.
Pasó una temporada en París e hizo bailar hasta a la Torre Eiffel; y luego de regreso a Madrid, el muy canalla –en aquella casa tan entrañable, pero sin ascensor, de Tabernillas– se puso a hacer "inventario": «Me levanto, bostezo, vivo, almuerzo...; me emborracho, trasnocho, llego tarde, duermo de lado, hablo conmigo, lloro...; sudo tinta, suspiro, me enamoro, llueve, me abrazan, no doy pie con bola; ...Tengo granos, discuto, me equivoco, busco a tientas, no encuentro, me fatigo...; amanece, sumo y sigo...; te recuerdo, te busco, te maldigo, digo tu nombre a voces, no te veo, te amo, ya no se lo que me digo,te deseo...» y ¡claro!, al final, todo un “tratado de impaciencia». Crónica aquí.
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