De madrugada, nuestro barco soltó amarras y contemplamos como se alejaba el puerto de Peumayén. No vimos a nadie agitar sus pañuelos blancos. Aún continuaba la fiesta de despedida y nos llegaba hasta cubierta el eco lejano de la verbena. Mejor así.
Sólo un muchacho, corrió durante unos instantes, siguiendo el curso de nuestra embarcación mientras marchaba paralela a la ensenada, lanzando adioses, gritos que ninguno supo entender, porque eran sólo pavesas cuando llegaron hasta nuestros oídos. Durante un largo rato quedamos así, inmóviles, asomados a la barandilla de la cubierta principal, mirando como el horizonte nocturno devoraba la silueta plagada de luciérnagas de nuestra querida aldea. Alguien rompió el silencio con una risa entrecortada. Un recuerdo le atravesaba los párpados. Un buen recuerdo. Leer nota
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