Hace ya unos cuantos años, en mis tiempos de exilio en la costa catalana, escuché un estimulante comentario de una niña, de ocho o nueve años, que si mal no recuerdo se llamaba Soledad.
Estábamos echando unos tragos con sus padres, exiliados como yo, cuando esa amorosa criatura me llamó aparte y me preguntó:
–¿Y vos qué hacés?
–Y... yo... escribo.
–¿Escribís libros?
–Y... sí.
–A mí no me gustan los libros –sentenció ella.
Y como me tenía contra las cuerdas, golpeó.
Dijo:
–Los libros están quietos. A mí me gustan las canciones. Las canciones vuelan.
Desde mi encuentro con aquel angelito de Dios, he intentado cantar. Nunca pude, ni en la ducha. Cada vez que lo intento, los vecinos gritan que ese perro se deje de ladrar.
Soy un incomprendido. Y peor: un incomprendido envidioso.
Quiero confesar públicamente que yo envidio a Joan Manuel Serrat.
Y para más inri, estoy condenado a escucharlo un día sí y otro también, porque el Destino cruel nos ha hecho muy amigos.Nota completa aquí.
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