Allá arriba, en el colmado palco de prensa del majestuoso estadio Azteca, uno piensa que ese pase corto del entrañable Negro Enrique a Maradona, en campo propio, será uno más. El inicio de una maniobra más, encabezada por el genio de Fiorito como tantas otras, pero demasiado lejos de los dominios del arquero Shilton para motorizar ilusiones desmesuradas.
Allá abajo, en un césped verde como nunca, el muchachito que tantos sueños soñó en sus noches de purrete pobre, está a punto de iniciar la aventura más fenomenal gestada en una cancha de fútbol.
Allá abajo, el muchachito de la zurda acaricia la pelota, como la acariciaba en los potreros polvorientos y desparejos de su barrio, la lleva bien pegada a su botín, pisa de a poco el acelerador, y los dos primeros ingleses -superados, impotentes, atribulados- le miran el diez blanco sobre la espalda azul; apenas eso hacen, no les queda otra alternativa. Leer nota completa aqui
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