Un hombre alto y delgadísimo, vestido con un saco gris, tal vez un talle más grande de lo debido, camina por la calle Corrientes. Cuando Juan Gelman llega a la puerta de la librería Hernández, una bocanada de afecto lo rodea. La mirada del poeta va de un abrazo a otro, de un apretón de manos a otro, de un beso a otro, formando una cadena que parece no detenerse. El poeta agradece con una cordialidad juguetona que logra exorcizar los elogios que recibe “nuestro premio Cervantes”, como dice una mujer que está por saludarlo, o “el amigo Juan”, como lo llama un hombre mientras fuma y espera el turno para poder hablar con él. Leer nota
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