Gracias por validar nuestras vidas
Hace mucho tiempo que he dejado de amar al cine por el cine mismo. En mi infancia, el cine era un pasaporte a la magia, a otro mundo. Era la posibilidad de viajar en un segundo, y sin moverme de mi barrio, a la Transilvania de Christopher Lee, o al campo de concentración de Billy Wilder (un programa doble real del cine Roxy, de Vicente López).
En esa época el cine trataba de ser mágico, de seducirte, de tomarte de la mano y llevarte a tierras desconocidas, siempre, siempre, más atrayentes que la de Vicente López. Criado en una familia de clase media, quienes hacía esas maravillas eran para mí magos inaccesibles, héroes lejanos de los que sólo vería su obra. Sólo existía la ilusión que salía de la pantalla y yo. El cine se reducía a eso, simple y contundente. Leer nota
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